Cada caso es diferente
y el paciente debe adaptarse a sus nuevas condiciones y
limitaciones, asegura Luis Delgado Reyes, ante la
conmemoración por el Día Mundial del Parkinson, el
próximo 11 de abril
En México y en el
mundo, aproximadamente uno por ciento de la población de
60 años y más llega a padecer la enfermedad de
Parkinson; el principal factor de riesgo para
desarrollarla es la edad, por lo que su incidencia se
incrementa conforme pasan los años, afirma el académico
de la Facultad de Medicina de la UNAM, Luis Delgado
Reyes.
El profesor de neurología expone en entrevista que en la
consulta del Hospital Juárez, en la Ciudad de México,
los casos aumentan. “De acuerdo con nuestra experiencia,
vemos que se va desarrollando más esta enfermedad. Es un
reto avanzar en la determinación de sus factores
predisponentes; desafortunadamente no se puede prevenir,
mientras no conozcamos cuáles son sus causas”.
Cifras del Instituto Nacional de Neurología y
Neurocirugía revelan que “ocupa el tercer lugar en
frecuencia dentro de las enfermedades neurológicas. Se
considera que se presenta de 150 a 200 casos por 100 mil
habitantes por año en diversas partes del mundo; en
México, 50 de cada 100 mil habitantes pueden padecerla”.
Además de alteraciones motrices llegan a presentar
cambios en el sistema nervioso autónomo que regula la
frecuencia cardiaca, la presión arterial, la función
urinaria y del tubo digestivo; asimismo, deterioro
cognitivo, variación en el estado de ánimo, depresión y
ansiedad, explica el experto.
Con motivo del Día Mundial del Parkinson, que se celebra
el 11 de abril, detalla que es una enfermedad que se
clasifica como degenerativa del sistema nervioso
central; es decir, que se empiezan a perder neuronas por
causas aún desconocidas.
La prevalencia es mayor en el sexo masculino que en el
femenino; no se sabe si los estrógenos tienen efecto
protector para las mujeres. También se han descrito más
de 10 genes relacionados con la enfermedad, pero no se
ha encontrado que sean determinantes. Además, de 10 a 15
por ciento de pacientes tienen antecedentes familiares
del padecimiento y de 85 a 90 por ciento la desarrolla
sin ningún antecedente.
Las células cerebrales que se pierden, abunda, producen
un neurotransmisor importante: la dopamina. Esa
sustancia que comunica a las neuronas se genera en gran
medida en el tallo cerebral; sin embargo, quienes tienen
esta enfermedad degenerativa, conforme pasan los años,
hay un menor número de neuronas que producen la
dopamina.
Los centros nerviosos influidos por la dopamina regulan
gran parte de los movimientos automáticos de una
persona: reflejo de la deglución, parpadeo, caminar,
balanceo de las extremidades para mantener el
equilibrio, etcétera. La expresión facial, que podemos
modificar de acuerdo con nuestro estado de ánimo,
también se pierde.
De igual forma se alteran los movimientos estereotipados
que requirieron nuestra concentración cuando los
aprendimos, pero después de practicarlos se realizan
casi de forma automática, como caminar.
El Parkinson, precisa Delgado Reyes, comienza con un
temblor característico en una mano, es fino, como de
“cuentamonedas” o “pirinola”, que se asocia con la
disminución de movimientos automáticos, llamada
bradicinesia. Generalmente el enfermo lo describe como
una debilidad, pero en realidad se pierde destreza, por
ejemplo para amarrarse las agujetas de los zapatos. Eso
es lo que más los incapacita.
Al inicio, ese movimiento se presenta cuando está en
reposo; después al sostener objetos como el cepillo de
dientes, un peine o una cuchara. “Es importante aclarar
que no todo temblor es igual a la enfermedad de
Parkinson; pero si una persona presenta esos movimientos
anormales, debe acudir con el médico inmediatamente para
que haga las pruebas correspondientes”.
Es común que comience a tener una postura de flexión del
tronco y que su marcha sea en pequeños pasos,
arrastrando los pies, y sin balancear los brazos.
Algunos se quejan de escurrimiento salival en la noche o
babeo. Sus ojos se sienten irritados porque su parpadeo
es cada vez más lento, enumera el especialista.
La cara se vuelve indiferente, inexpresiva, y el
lenguaje va disminuyendo en su intensidad, es monótono,
sin acentuación, y a veces cuesta trabajo entenderle. En
tanto, la escritura se hace cada vez más pequeña, y
conforme avanza la enfermedad ya no es legible ni su
firma.
El diagnóstico es clínico. “Yo le comento a los
pacientes que los médicos vemos enfermos, no
enfermedades; es decir, que la forma como se comporta el
mal es muy distinta en cada uno, de tal forma que tengo
pacientes con 15 o 16 años de diagnóstico y aún son
autosuficientes en sus actividades, incluso laborales,
mientras que otros con cinco años están muy limitados
hasta en su autocuidado”. Factores genéticos,
moleculares y de estilo de vida podrían influir en la
evolución.
Aunque es incurable, la ciencia médica ha avanzado y hay
herramientas farmacológicas y no farmacológicas
importantes. Las primeras, principalmente levodopa -una
sustancia que precede a la dopamina- se emplea cuando
los problemas de la marcha y alteración de los
movimientos afectan la actividad diaria.
Si aún no hay limitaciones, el tratamiento se refiere al
estilo de vida: evitar el sedentarismo, tener actividad
física (aeróbica, de elasticidad, taichí, yoga,
bicicleta fija), alimentación balanceada y dormir bien,
además de evitar el consumo de alcohol y tabaco.
Cada caso es diferente y el enfermo debe adaptarse a sus
nuevas condiciones de vida y limitaciones. “Este
padecimiento es como envejecer; un adulto mayor quisiera
tener la misma agilidad que un joven, pero no debe
entristecerse, sino adaptarse a sus nuevas condiciones
físicas y mentales, y tratar de vivir feliz y ser lo más
útil posible. En este sentido, a los pacientes les diría
que no luchen contra la enfermedad, y a los familiares
que se concentren en apoyarlos y pensar en ese ser
humano que todavía está con nosotros”.
En 1997, la Organización Mundial de la Salud proclamó el
11 de abril como el Día Mundial del Parkinson. Esta
fecha coincide con el aniversario del nacimiento de
James Parkinson, un neurólogo británico que en 1817
descubrió lo que en aquel tiempo denominó parálisis
agitante.
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