La felicidad no
solo resulta difícil de registrar (también se dice
que la vida es lo que pasa cuando te ocupas de hacer
otros planes) o medir, sino, sobre todo, de
pronosticar.
De hecho, diversos estudios sugieren que somos
incapaces en esencia de determinar qué nos hará
felices o infelices en un futuro, y mucho menos
hasta qué punto. O dicho de otro modo: quizá no se
trate tanto de perseguir la felicidad (o un ideal de
belleza) como de disfrutar de la que se nos
presenta.
La obsesión de los objetivos
Cada vez más evidencia sugiere que, en general,
estamos cada vez más obsesionados con el proceso de
alcanzar objetivos, metas y propósitos, y que por
ello es habitual que lograr el objetivo lleve
aparejada la sensación de anticlímax. Para combatir
esta desazón, entonces, nos fijamos otro objetivo,
acaso más ambicioso.
Una prueba de ello es que el uso de la frase
«perseguir objetivos» (goal pursuit) no apareció en
los libros escritos en inglés hasta 1950. Según
explica Adam Alter en su libro Irresistible, hasta
el siglo XIX ni siquiera existía una palabra precisa
para definir este concepto, que es sinónimo de
perfeccionismo. El perfeccionismo, hace un siglo,
aparecía en el 0,1 % de los libros publicados. Hoy
aparece en el 5 % del total de libros. Adler resume
así:
Como la maldición que condenó a Sísifo a empujar una
roca cuesta arriba en una montaña eternamente,
cuesta no preguntarse si los grandes objetivos de la
vida no son, por naturaleza, una gran fuente de
frustración, ya sea porque debes afrontar el
anticlímax del éxito o la decepción del fracaso.
Todo esto cobra ahora más relevancia que nunca
porque tenemos razones sólidas para creer que
vivimos en una era sin precedentes, en la que impera
la cultura del objetivo, protagonizada por el
perfeccionismo adictivo, la autoevaluación, largas
jornadas trabajando y pocas disfrutando de nuestro
tiempo.
Perseguir objetivos y limar nuestros defectos no es
necesariamente malo, el problema es fijar estos
objetivos como prioritarios o, peor aún, como
bálsamo de una futura felicidad.
Lo que ocurre realmente con la persecución
consecutiva de objetivos es que se dedica mucho más
tiempo a ello que a disfrutar del éxito cosechado.
Incluso al obtenerse el objetivo, el éxito es breve,
tal y como escribió el experto en el comportamiento
humano Oliver Burkeman:
Cuando ves la vida como una sucesión de metas que
alcanzar, te encuentras en un «estado de fracaso
cuasi permanente». Pasas la mayor parte del tiempo
alejado de lo que has definido como la encarnación
del logro o del éxito. Y, en el caso de que lo
alcances, sentirás que habrás perdido aquello que te
proporcionaba un sentido de propósito, así que lo
que harás será establecer un nuevo objetivo y
empezar de nuevo.
El horizonte difuso
Marcarse objetivos a largo plazo también está
condenado al fracaso en el sentido de que somos
incapaces de pronosticar cuán felices o infelices
nos hará algo. El psicólogo Daniel Kahneman, en su
libro Pensar rápido, pensar despacio, ofreció
cuestionarios a 119 estudiantes que incluían
preguntas sobre lo felices que creían que eran los
tetrapléjicos.
Los resultados demostraron que tenemos una idea
preconcebida equivocada acerca de cómo se siente la
gente en determinadas circunstancias si no las
conocemos de primera mano: los que conocían a
parapléjicos (amigos y familiares) los consideraban
más felices que quienes no los conocían.
Los que mejor describían la realidad de tales
pacientes eran, naturalmente, los que mejor los
conocían. Es decir, que los tetrapléjicos eran más
felices de lo que se creía.
Habida cuenta de nuestra incapacidad para ser
futurólogos solventes, lo más apropiado parece
centrarse en el presente. Concentrarnos en lo que
hacemos cotidianamente es como lo propone el
psicólogo Daniel Goleman en su libro Focus:
Las personas que logran un máximo rendimiento (ya
sea en la educación, los negocios, el deporte o las
artes) utilizan intuitivamente formas de
focalización y de atención plena. El quid no está en
practicar la concentración durante muchas horas,
sino en la forma como prestamos atención a lo que
hacemos y como absorbemos los feedbacks para
autocorregirnos.
En definitiva, ser conscientes de nuestro presente,
es decir, tener la mente en lo que uno está
haciendo, y abrir los ojos para contemplar la
belleza que nos rodea con curiosidad e interés, en
vez de pasarnos todo el tiempo soñando despiertos a
propósito de una belleza idealizada e incalcanzable.
basada en artículo de Xatakaciencia.com
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