Escrito por Lucía Melgar
Palacios
6 mayo, 2022
La brutal represión contra manifestantes feministas que
protestaban contra la ola de casos de feminicidio en Irapuato es
un ejemplo más de la ausencia de política integral para frenar
la violencia misógina en el país, no sólo en ese estado. Peor
aún, es una prueba más de que la estrategia gubernamental es
recurrir al abuso policiaco y judicial para asfixiar las voces
de protesta. Prevenir el acoso, el feminicidio y las
desapariciones no es, ni de lejos, prioridad.
Las autoridades parecen creer que pueden seguir “administrando”
las violencias mediante la manipulación de cifras y la
estigmatización de las protestas sin mayores consecuencias.
Apuestan por sembrar miedo y cansancio en las víctimas, sus
familias y la población en general, en una siniestra “pedagogía
de la violencia” que acabaría por paralizar y acallar a todas.
Si ya es evidente que negar el problema de la criminalidad común
y desorganizada y dejar en la impunidad decenas de miles de
desapariciones, casos de feminicidio y violaciones ha favorecido
la expansión de estos crímenes y que, por tanto, complica y
complicará aún más su solución, la responsabilidad del gobierno
federal y de las autoridades de Guanajuato, la Ciudad de México,
Nuevo León y demás estados, incluye la nefasta corrosión de la
vida cotidiana de la población, de ese “pueblo” al que tanto
alude el discurso oficial.
Los crímenes afectan a las víctimas directas y sus familias;
trastornan también a comunidades enteras que, ellas sí, saben lo
que pasa en su entorno y sienten miedo: miedo de que “se lleven”
a sus hijas, miedo de que las violen si salen solas, miedo de
que las maten si van de fiesta.
En vez de enviar un mensaje de fortaleza y tranquilidad,
acompañado de acciones contundentes, de justicia efectiva y
transparente, de políticas educativas que contribuyan a cambiar
mentalidad y erradicar estereotipos, ¿qué hacen los gobiernos –
de todos los colores? Estigmatizan a las víctimas, sus amigas
y/o familiares, con apoyo de los medios, como sucede ahora con
el feminicidio de Debanhi o sucedió antes con Ingrid Escamilla,
o con Mile Virginia Martín en el caso Narvarte; justifican el
abuso policiaco con argumentos deleznables como sucede ahora en
Irapuato, y sucedió antes en la Ciudad de México y en Cancún;
apuestan porque la sociedad “bien pensante” (ésa que en
Guanajuato acalla el incesto y el acoso porque “los trapos
sucios se lavan en casa”) se indigne por la desfachatez de las
manifestantes y los demás olviden pronto el caso, agobiados por
la continua avalancha de noticias aterradoras.
En Guanajuato han aumentado el feminicidio, la desaparición y la
extorsión desde 2015, cuando ya se advertían indicios de la
entrada del crimen organizado, que tal vez podría haberse
frenado si las autoridades la hubieran reconocido en vez de
negarla y dejarla pasar.
En Irapuato, la protesta legítima contra el feminicidio ha sido
precedida por otras protestas, contra el acoso en la
universidad, por ejemplo, problema que tampoco se ha
solucionado. El feminicidio no sólo se deriva de la impunidad
del crimen organizado, también se debe a delincuentes comunes, a
parejas y conocidos, que actúan con mayor saña en el clima de
violencia extrema predominante impune: ya se clasificará el
asesinato como “homicidio culposo” o “suicidio” o se atribuirá
al CO y nada pasará.
La política de simulación desde la fiscalía estatal y otras
instancias de gobierno es responsable del dolor y miedo de
familias y comunidades que no pueden defenderse solas. Para eso
está el Estado.
La indignante respuesta de la “policía de género” de Irapuato
contra manifestantes y chicas que sólo pasaban por ahí no es
simple “producto del PAN”, aunque la falta de alternancia en ese
estado pueda haber contribuido a la inercia criminal de las
autoridades.
Es preciso que ahí se haga justicia a las víctimas y se sancione
a las autoridades agresoras, desde la policía, la alcaldesa y la
fiscalía estatal que retuvo a las detenidas, humilladas y
golpeadas.
Hace falta también reconocer que éste es un problema estructural
de Guanajuato y del país, no para difuminar responsabilidades,
sino para exigir un cambio radical en México. Las jóvenes
feministas, hartas de violencias, se han atrevido a alzar la
voz. ¿Dónde están, por ejemplo los empresarios de Guanajuato y
Nuevo León? ¿Están dispuestos a vivir en un país donde se mata y
desaparece impunemente a niñas y mujeres?
22/LMP/LGL
FUENTE
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